Diferenciación económica de los cultivos industriales

Los cultivos industriales iniciaban en la Argentina una era que requería su base técnica apropiada para alcanzar el mercado interior. Y esta base no era otra que el camino. Pero el camino suponía la existencia del motor a explosión y en consecuencia del petróleo. La incorporación al país de estos nuevos recursos técnicos ni se realizó en forma serena ni este aspecto constituyó una excepción en las formas ya habituales de la exportación de capital. Porque debe recordarse que, si bien la entrada al país del capital norteamericano se había iniciado algunos años antes de la primera guerra mundial, fue después de ella, al pasar los Estados Unidos a la condición de gran potencia mundial, que impulsaron enérgicamente esa nueva expresión del capitalismo que consiste en acordar preeminencia a la exportación de capitales. En base a ella comenzaron a llegar los automotores, los aparatos eléctricos, el cinematógrafo, etc., pero a la vez las fábricas de armado de coches y camiones, las destilerías de petróleo, las fábricas de cemento, de aceite, etc. Este tipo de cultivo, el de plantas industriales, que necesitaba para prosperar el establecimiento industrializador y el camino podía comenzar su desarrollo bajo nuevas formas mucho más apropiadas.

Los cereales habían reiniciado a partir del año agrícola 1922/23, un período de expansión que comenzaría a detenerse recién ante la gran crisis. Luego de la primera guerra mundial, la situación económica de los pequeños y medianos campesinos había mejorado sensiblemente; los precios durante la contienda habían sido bastante remuneradores y por su parte la sanción de la ley 11.170 sobre locación agraria, había permitido eliminar de los contratos numerosas cláusulas que los convertían en verdaderas expresiones feudales. Una de ellas era la referente a la duración del arrendamiento en el cual el propietario de la tierra acordaba preferencia al plazo más breve. Si durante ese tiempo el colono efectuaba inversiones suplementarias de capital, la renta de la tierra aumentaba, pero sus excedentes quedaban en manos del locatario. 

Mientras más breve fuera el término del arrendamiento, el locatario tenía menos interés en realizar inversiones suplementarias de capital que elevan el rendimiento de sus cosechas, porque el capital que invertía en la tierra durante el término del contrato quedaba en poder del propietario. Pero aquella inversión suplementaria se refería exclusivamente a la capacidad de producción de la parcela arrendada. Podía aplicarse también a las condiciones de vida del colono. Impulsado a aceptar contratos de plazo breve, el colono evitará realizar gastos e invertir jornales en una vivienda aproximadamente habitable y menos aún rodeada de arboleda, frutales y legumbres, aun suponiendo que éstos le fueran permitidas. Debiendo quedar todo ello a beneficio del propietario, aunque este abone una cantidad, muy inferior al gasto en que incurrió el colono, este último acepta vivir, o se ve forzado a ello, en las condiciones inferiores que son tan comunes en la zona del cereal. En la imposibilidad de recurrir a cifras inmediatamente anteriores a 1930, citaremos las del censo de 1937; ellas expresan que las viviendas rurales de barro y zine, eran entonces el 18,7% del total, que sumaban 450 mil viviendas; las de barro y paja eran el 17,1 y las de adobe el 14%.

Si se recuerda por fin que durante el desarrollo de la guerra habían escaseado numerosos artículos de consumo no imprescindibles se puede hallar explicación a las cifras que miden el ahorro realizado durante esos años. Los 400 millones de pesos que existían por ese concepto en 1915 en los bancos nacionales y extranjeros y en la Caja de Ahorro Postal, llegaba a fines de 1920 a mil millones. Esa suma se refería por supuesto, al pequeño y mediano ahorrista. También el Estado y las clases superiores habían acumulado sumas voluminosas por los mismos conceptos. El quinquenio 1915/20 dejó en concepto de saldo comercial favorable la suma de 1.300 millones de pesos oro; pero si se computa el saldo de los años que transcurren entre 1915 y 1929, esa suma se eleva a 1.850 millones de pesos oro.

Se puede expresar que gran parte de esa enorme masa de dinero fue en realidad malversada. Con ella pudo el país obtener beneficios incalculables. De no trabajar nuestras clases gobernantes en un liberalismo decididamente inactual es evidente que pudo, y debió intentar el monopolio del comercio exterior. Si hubiese polarizado su hondo arraigo popular en la realización de una política nacional profundamente constructiva, al amparo de la bonanza de esos años, ese apoyo popular pudo sugerirle orientar la importación, impidiendo que el país malgastara el oro obtenido durante la contienda y los primeros años de la rehabilitación, en artículos, desde luego suntuarios, y además de posible fabricación en el país.

El Gobierno pudo, introduciendo modificaciones de fondo al régimen impositivo, iniciar durante esos años la electrificación, formular y realizar un extenso programa de construcciones de viviendas, de transportes, de riego. Aun sin abandonar sus raíces liberales, las clases gobernantes de esa decena de los 1920 debieron comprender que el país estaba a punto para realizar un salto en su régimen de producción: sin renunciar totalmente a sus labores pastoriles era el momento de echar las bases de la transformación manufacturera. Y para ello necesitaba fundamentalmente sustituir o ampliar con recursos propios los del carbón británico y extender con iguales propósitos la zona de dominio del ferrocarril británico.

Al ensanchar las reducidas bases energéticas sobre las que se apoyaba el país, atender las exigencias del automotor y desarrollar un vasto programa de riego, la Argentina habría capitalizado apropiadamente sus ganancias inesperadas y de seguro habría enfrentado la crisis con una cabal vitalidad. Desde luego la crisis interna: porque de su planteo y de su solución no debe eliminarse la posibilidad de que, siendo todo ello necesario, los sectores afectados prefirieron realizarlo por sí mismos y de manera que su ejecución interfiriera en la forma más leve a sus intereses.

Tampoco los pequeños y medianos chacareros pudieron eludir la fuerte tendencia de esa época hacia la especulación. Los trabajadores del campo, alentados por las disposiciones y facilidades de la ley 10.676, recurrieron a la adquisición de tierras mediante sus economías. Estas adquisiciones no afectaron profundamente a los partidos más importantes de la provincia de Buenos Aires, de Santa Fe y de Córdoba; ella tuvo lugar sin duda en muchas zonas de dichas provincias, pero donde la venta alcanzó vastas proporciones fue en las regiones limítrofes de la provincia de Buenos Aires con La Pampa y en este. Último territorio. Ese proceso, que no se limitó a las regiones estrictamente agrícolas, sino que tuvo la mayor generalidad, llevó el precio de las tierras a cifras realmente inverosímiles y elevó el monto de las hipotecas a niveles insospechados. La deuda hipotecaria imputable a la propiedad rural era de 1800 millones en 1925 al practicarse el censo bancario: pero la de 1929 ha sido calculada en 3500 millones. Con respecto al precio de la tierra, Boglich incluye en su libro “La cuestión agraria”, una lista de valores comparativos en las diversas zonas del país entre los años 1886 y 1929; el resultado de la comparación es realmente sorprendente. En la provincia de Buenos Aires por ejemplo, aparecen aumentos de precios desde 8,80 por hs. hasta 550 en el partido de Junín: de 10,80 a 320 en el de Azul; de 9,50 a 360 en Lincoln; de 9,10 a 331 en Pehuajó. 

En la provincia de Santa Fe, el departamento de Las Colonias registra aumentos desde 4,90 hasta 239; en Rosario, desde 9,15 hasta 650 y en San Urbano, desde 6,70 hasta 537. En la de Córdoba el departamento de Bell Ville, acusa aumentos desde 4,70 hasta 309; en Río IV desde 3,35 hasta 205. Esos aumentos reducidos a cifras relativas están sobre los 4.000, los 6.000 y los 8.000 %. Toda esa masa de dinero es por supuesto reservada a las inversiones productivas; con ella el colono habría podido comprar más fuerza de trabajo, mejores medios de producción y superar los procedimientos de cultivo. Pero además esos precios elevados alejan a los probables inversores de los lugares en que ocurren y los impulsan hacia aquellos otros en los que los precios insumen menores volúmenes de dinero.

Por supuesto que la práctica continuada de la ley 10.676 ha contribuido muy eficazmente al encarecimiento de la tierra. No a causa de las facilidades otorgadas sino a las altas tasaciones que sirvieron de base a sus préstamos. Ella ha producido diversos resultados concordes todos con la idiosincrasia de la producción: ha facilitado en primer término a los terratenientes de zonas marginales desprenderse de esas tierras a buen precio y mantenerlas aún en producción. 

No estaba evidentemente en los cálculos de los propietarios de la “zona central”, solicitados cada vez con mayor apremio por las exigencias del frigorífico, excluir esas tierras del proceso de la producción: todas ellas podrían perfectamente servir a los fines de la cría y engrosar el volumen del ganado destinado a la última preparación concordante con las imposiciones del frigorífico. Las tierras enajenadas al amparo de la ley 10.676, se constituyeron es verdad, como hemos dicho en otro lugar, en fábrica de erosión, pero devueltas a la ganadería, resultaron excelentes campos de cría Y ensancharon la zona de la que el invernado obtiene su materia prima.

El elevado precio de la tierra en la zona cereal fue uno de los factores predominantes en el desarrollo de los cultivos industriales. A medida que avanzaba la década de los 1920 el precio de aquélla crecía en forma considerable. El pequeño productor se hallaba colocado en situación cada vez más precaria porque las exportaciones mayores podrían mejorar los métodos de producción, incorporar maquinaria, obtener crédito más fácilmente: aquel fue en consecuencia desplazado primero hacia las zonas menos valiosas y luego hacia las que comenzaban a desarrollarse y en donde el precio de la tierra era más bajo. El algodón, el tanino, la yerba mate, las frutas, la caña de azúcar, etc., encontraron en ello su elemento propicio. Lo encontraron también en las empresas capitalistas cuyo interés por la explotación de productos rudimentarios como los cereales, se reducía a medida que la valorización del suelo tocaba límites muy elevados. Desplazaba entonces ese interés, hacia las regiones en que el escaso valor de la tierra les permitía realizar, en mayor proporción, las inversiones productivas.

Este tipo de cultivo según lo hemos expresado, requiere fundamentalmente la existencia de la usina de transformación y la época era francamente propicia para su instalación o su desarrollo. Como quiera que los factores determinantes surgieran con mayor vitalidad a causa de la gran crisis, el desarrollo de estos cultivos en forma extensa ocurrió posteriormente a 1930. Las características que lograron previamente a esa fecha eran en primer término la pequeñez de la explotación relativamente a la que caracterizaba a las de la zona del cereal y lo referente al régimen de la tierra.

Los censos de 1908 y 1914 y las informaciones periódicas proporcionadas por el Ministerio de Agricultura de la Nación permiten reconstruir con cierta aproximación el desarrollo de ambos acontecimientos decididamente solidarios: la extensión de la chacra o del establecimiento agropecuario y el régimen de propiedad de la tierra. Desde luego que la diferenciación respecto a la dimensión de la chacra en ambas zonas, la cereal y la de cultivos industriales, exceptúan de la misma consideración a las explotaciones ganaderas; en éstas la distinción es preciso realizarla entre las que se hallaban ubicadas en la zona del vacuno y las que situadas en los territorios patagónicos están destinadas a la cría del ovino.