El equino en la economía Argentina

El ganado equino ha constituido dentro de las labores agropecuarias la doble función de actuar como motor de velocidad y como motor de fuerza. Las condiciones naturales del país, su extensión y el propio tipo extensivo de su cultivo, hacía que las distancias a recorrer se midieran por cifras elevadas. El empleo del equino fue pues un recurso indispensable en diversas épocas y en variadas tareas, pero el mismo se acentuó a medida que el trabajo en el campo adquirió proporciones cada vez mayores. Desde luego su desempeño, si bien es común a todo el país, es más asiduamente reclamado en la zona cerealera en donde sus condiciones ya sea como elemento de velocidad o como instrumento de fuerza son relevantes.

La existencia y refinamiento del equino se realizó pues paralela al desarrollo de las industrias agropecuarias y no acusó hasta 1930 un decrecimiento de su número. Constituyó el motor imprescindible, en el campo y solamente ha podido advertirse una reducción en su valor técnico y económico a campo argentino el tractor; el transporte de la cosecha no tenía en la zona cereal no quedaba nunca más de 20 km del primero bajo la forma del automotor de velocidad y recién camión. 

El caballo era el motor apropiado al bajo costo de producción, pero lo era ante todo porque con su empleo las tareas agrícolas utilizaban extensamente la mano de obra, cuyo costo reducido permitía producir a los precios de esa época. La crisis y su secuela indirecta, la manufactura en las ciudades, produjeron la evasión de campo y con ello la falta de brazos, la elevación de los jornales, la necesidad de la mecanización y en definitiva, la eliminación gradual o parcial del caballo. Por supuesto que este acontecimiento no es exclusivo del país, pero sí de la época en que aquí ocurrió. Otros países lo han resuelto de manera más cabal, más definitiva, con un empeñoso propósito de equiparar las comodidades del campo a las de la ciudad, mecanizando todas las etapas del proceso agrícola y ganadero, electrificando inclusive esos trabajos: pero dichas tentativas, años más o menos, son todas propias de la década de los 1930 en la cual el trabajo en el campo adquirió una amplitud de esfuerzo social, muy similar a la que vivió la ciudad cuando la revolución industrial empezó a conmover las bases mismas de su estructura.

El propósito de equiparar la vida del campo y la de la ciudad mediante la sustitución gradual del esfuerzo humano por la máquina, y la atribución a aquélla de la mayor cantidad de recursos propios antes de la ciudad, es sin duda un esfuerzo que reviste relativa modernidad y que acuerda a la época que se inicia en los 1920 su carácter más saliente. Es notorio que todo el desarrollo de la revolución industrial se particulariza por el hecho de que la población campesina reclamada en las ciudades con la promesa de mejores condiciones de vida, trocó sus tareas por las de la producción fabril, abandonando o precipitando la declinación de los trabajos agrícolas y ganaderos en vastas zonas de Europa. 

El acceso de la población a los grandes centros manufactureros se había acentuado a medida que transcurría el siglo xix y con ello se acentuaba también la reducción de las materias primas alimenticias y necesarias al funcionamiento de las industrias. Europa fue pues gradualmente sustituida en estos últimos trabajos, a favor de la colonización intentada y planeada durante la primera mitad de ese siglo, y realizada a partir del último tercio del mismo. En las zonas coloniales o dependientes de ambas Américas, del Asia y de ciertas regiones del África y de Oceanía, la población y la industria europeas hallaban los mayores recursos para la satisfacción de sus necesidades: materias primas abundantes, producidas a bajo costo, a causa de las condiciones sociales imperantes en esos lugares y a la feracidad de las tierras que hacía innecesario el uso de abonos. La extracción y transporte de esos alimentos y materias primas industriales, significaba pues un múltiple recurso para el más alto rendimiento de los capitales invertidos en ellos al par que creaba mercados consumidores para los productos de la industria europea. Europa había desarraigado él régimen feudal en parte de sus campos y lo había extendido en las regiones apropiadas del mundo.

Ese equilibrio, cuando menos en lo que atañe a nuestro país, comenzó a ceder, en concordancia con la primera guerra mundial. Sin perjuicio del mantenimiento de las coyunturas que ligaban a Europa y la Argentina, y por medio de las cuales podía mantenerse la vigencia de ese régimen, la estructura interna del país acusaba síntomas inequívocos de fractura. 

El latifundio que ataba el país al comprador europeo, era evidentemente incapaz de continuar exprimiendo. Ni las condiciones de vida y de trabajo que ofrecía al productor agrícola ni sus jornales ni las formas contractuales que regían su desempeño, podían resistir por más tiempo. 

El período de la guerra, con la reducción de las áreas bajo cultivo a causa de la dificultad de embarcar sus productos, había acentuado el malestar del que fue un síntoma muy elocuente el “grito de Alcorta”. La producción a bajo costo, es decir, los jornales situados en proximidad del “precio natural” no serían viables por mucho tiempo y en consecuencia era preciso pensar en el sustituto del brazo humano. 

La década siguiente, la de los 1920, con su rehabilitación parcial se constituyó en un momento de respiro. Las áreas bajo cultivo se extendieron inusitadamente mientras Europa restauraba sus sembradíos, pero en tanto ello ocurría, los sectores del latifundio en posesión del poder político ensayaron todos los recursos para retener al trabajador agrícola en el camino, porque transformaban al pequeño chacarero en aparente de remedios transitorios; la Argentina había superado o se hallaba en trance de hacerlo, la función que le fue acordada en la penúltima década del siglo anterior: producir a cambio de jornales que se confunden frecuentemente con el “precio natural”, es decir que permitían al trabajador satisfacer apenas sus necesidades y las de su familia. Y en efecto, en cuanto fue intentada la reposición de este régimen, el trabajador agrícola hizo abandono del campo.

Esta actitud venía cumpliéndose durante toda la década del 1920 pero se cumplía en la medida de las circunstancias, vale decir, cuando ellas sonreían nuevamente el agricultor reducía el volumen de la emigración. Durante toda esa decena y sin duda en concordancia con la introducción del motor a explosión y la explotación del petróleo, la mecanización del campo se constituyó en el acontecimiento novedoso; no debe considerarse por último extraño a todo ello el hecho que surgieran entonces los primeros y más ambiciosos proyectos de captación de la energía hidráulica para fabricar electricidad. 

El hecho categórico es que la substitución del hombre por la máquina en el trabajo agrícola es la incorporación de la revolución industrial en el campo; ella pone un límite visible a la división del trabajo iniciada durante el siglo xix y en cuyo cumplimiento la Argentina sería “la cesta de pan y de carne” del mundo. Sin perjuicio de continuar siéndolo, esa función no le impondría ni prescindir de otras ni mantener el régimen colonial cuya característica técnica es el trabajo manual.

Es verdad que la mecanización es la primera etapa de la remodelación de la vida del campo. La mecanización contiene todas las premisas necesarias para la reforma agraria; ella impide caer, so pretexto de mantener el concepto jurídico acerca de la propiedad de la tierra, en el minifundio, porque es evidente que ningún chacarero poseedor de la superficie dotada del mínimo vital, podría adquirir y si acaso ni arrendar maquinaria. Esta última, ya sean tractores, cosechadoras, etc. solamente pueden concebirse para ser utilizadas en común; y, en consecuencia, la función de la máquina consiste en estrechar los lazos sociales, en precipitar y extender la solidaridad, en propender a la formación de un tipo de comunidad que ofrezca todos los beneficios de la vida ciudadana.

La mecanización de las industrias agropecuarias, aparece en cuanto las extensiones sembradas y las tareas propias de la ganadería lograron alguna amplitud y particularmente cuando los productos que ellas propician trascienden al mercado exterior; el volumen a manejar en un caso y el acondicionamiento del producto en otro, empuja a la mecanización, es decir, a la adopción de instrumentos cuyo funcionamiento depende de un conjunto de piezas coordinadas hacia un fin determinado. En esta primera etapa, la mecanización no elimina el esfuerzo humano o animal; ella precede en algunos años a la moto mecanización lograda posteriormente a 1930 a causa de un conjunto de factores concurrentes: posibilidad de usar extensamente el motor a explosión y falta de brazos para las tareas agrícolas. 

El censo de 1895 había localizado en el país el uso de 270 mil arados, 70 mil rastras y rastrillos, 35 mil segadoras y cortadoras de alfalfa, 2800 trilladoras y unas 5 mil unidades de otras máquinas. El 64 % de los arados y el 95 % de los demás instrumentos se hallaba entonces en la zona cereal. El de 1908 encuentra acentuado todo ese conjunto de maquinarias; aparece ya entonces un cierto tipo de mecanismos, como los vagones de segadoras y trilladoras, las desgranadoras, la renovadora, cuya utilización y cuyo precio indica la constitución de una capa de campesinos más acomodados y la de empresas destinadas a realizar el trabajo agrícola o parte de él; la existencia de estas últimas, supone la formación del proletariado agrícola cuya aparición en el censo de 1895 se traducía por cifras bastante considerables. 

Se debe señalar el encarecimiento de que ha sido objeto la tierra entre ambas fechas: en 1908 había destinadas a las tareas agropecuarias 116 millones de hectáreas; en 1914, esa superficie era de 162 millones. Referidas pues las cifras que miden sus respectivos precios a estas últimas, resulta que una hectárea de tierra valía en 1908, $56 y en 1914, $75. En seis años el encarecimiento medio fue de 34 %. Las instalaciones fijas y las máquinas y útiles igual que el valor de los ganados había experimentado notables aumentos. Si se observa no obstante que el capital variable había permanecido aproximadamente igual en ambas fechas, porque el número de obreros utilizados en las tareas agropecuarias era siempre de unos 2 millones y los jornales no habían variado mayormente, se deduce que la composición orgánica del capital, es decir la relación del capital constante a la variable afectado a esas industrias, se ha acrecentado entre ambas fechas a causa de las adquisiciones realizadas en los medios de producción. 

Se puede observar en las cifras. Que preceden que el aumento del número de equinos en la zona cereal se ha realizado de manera permanente y siguiendo aproximadamente el ritmo que caracteriza aI desarrollo de las áreas sembradas; en efecto, entre 1895 y 1914, su crecimiento fue de 88,5 %, pero entre 1914 y 1922 fue de 13,2 % y entre 1922 y 1930 de 3,8 %. El primer crecimiento corresponde al período de mayor expansión de la zona cultivada; entre 1914 y 1922, el stock aparenta mantenerse, y en realidad intervienen en ello dos causas: la primera es el relativo detenimiento en el desarrollo de las áreas sembradas que ocurrió durante esos años y el segundo es que ello coincide con el período de más intenso refinamiento de la especie. Independientemente del refinamiento obtenido con propósitos ajenos a los del trabajo, las labores agrarias exigían I empleo de un animal dotado de mayor fuerza que el caballo criollo y mayor velocidad que los bueyes; apoyaba este deseo de mejorar la especie en uso, el hecho que el chacarero no podía disponer el mantenimiento de un número muy crecido de animales que hubiera gravitando negativamente sobre la economía de la chacra; el refinamiento con el objeto de lograr tipos dotados de velocidad, de fuerza y de ambas propiedades a la vez, constituyó pues el mayor empeño de esa época, de tal manera que los 7,8 millones de equinos que la zona cereal poseía en 1922, eran capaces de mayor trabajo que el que podía sugerir su exceso sobre los 6,9 millones de 1914.Aun cuando se trate de una cifra puramente indicativa, si bien en definitiva cada chacarero dispone de un número de caballos proporcionados al volumen de cereales que espera cosechar.

Teniendo presente que el volumen de cereales a lo largo de los años mencionados ha sido permanentemente creciente, el coeficiente obtenido puede ser indicativo de la mayor potencialidad del equino utilizado en las tareas agrícolas; ese coeficiente hubiese presentado una anomalía en caso de ocurrir una pérdida de cosecha. 

Por lo que hace al aumento de potencia logrado al amparo de la mestización, se debe recordar que en ocasión del censo de 1930 y prescindiendo de considerar los 350 mil caballos de carrera hallados entonces, el 20 %del total antes mencionado corresponde a ejemplares de la raza Percherón cuya característica fortaleza es notoria y el 74 %lo constituyen mestizos comunes y sin especificar, es decir, ejemplares apropiados a los trabajos de rutina; el resto lo integran ejemplares variados de razas que proporcionan elementos de velocidad y de fuerza. Refiriéndonos por último al aumento de equinos que ocurrió entre 1922 y 1930, que es del 3,8 %, corresponde expresar que aun cuando entre esos años se produjo un aumento considerable en las áreas cultivadas, el de equinos no se realizó con la misma presteza. El proceso de mestización parece haber satisfecho las exigencias de los chacareros que no podían aún prescindir del caballo; durante esos años se había impulsado además la incorporación de automotores. 

En 1920 existían ya en el país unos 48 mil automóviles; la incorporación tumultuosa que se realizó durante esa decena hizo que la existencia a fines de 1929 llegara a 250 mil. En cuanto a los camiones, su importación se inició en 1921 con la entrada de 425 unidades; en 1929 se habían incorporado 80 mil. Por su parte la electrificación de los servicios de los transportes urbanos contribuyó a eliminar prácticamente al equino de numerosas labores reservadas antes a su actividad. Para apreciar en su inicial desarrollo este proceso de eliminación o de reducción de las caballadas sería preciso consultar las cifras del censo de 1937. 

En ellas se puede comprobar que, en conjunto, la existencia de equinos en el país había decrecido desde 1930 en que se contaba con un máximo de 9,9 millones hasta 8,3 en aquel año. La zona cereal había reducido los suyos desde 8,1 en 1930 hasta 7,0 en 1937. Debe presumirse finalmente que corresponde a las provincias más evolucionadas aun dentro de la zona litoral la más rápida y enérgica prescindencia del equino: Buenos Aires había iniciado la suya en 1922 en que contaba 3,2 millones hasta 2,9 en 1930 y 2,5 millones en 1937; Santa Fe, Córdoba y Entre Ríos lo habían iniciado en 1930 y lo practicaban en 1937 con firme empeño; corresponde aún al resto del país, es decir, a la zona externa a la del cereal, una reducción de medio millón de cabezas entre los años 1930 y 1937.