La elección de las razas bovinas

La distribución geográfica de las majadas argentinas y su variación cuantitativa ha estado orientada por un proceso de refinamiento cuya finalidad estuvo en su momento definida por las razas a las que acordaba preferencia. El período de minimización y el de la influencia del Lincoln constituyen en efecto las características de dos épocas destinadas, la primera a producir lana de calidad y la segunda el carnero tipo frigorífico. La variación en las exigencias de uno y otro tipo de consumidor se manifiestan en la adaptación de nuevas razas capaces de favorecer la producción de la mercancía en las trial europeo, casi exclusivo destinatario de esa producción, determinado, como a decidir su variabilidad; en cuanto a la carne, el mercado consumidor británico, circunstancialmente por el capón de gran peso y gordura, ha tenido preferencias referencia que podía constatarse en la orientación impresa hacia las majadas Lincoln: posteriormente esa demanda se orientó hacia el borrego y finalmente éste fue suplantado por el cordero temprano y de buena calidad. Hemos hecho referencia a los esfuerzos empeñosos comprometidos en el refinamiento de las majadas: en 1888 el 61%de la existencia total de ovinos se hallaban mestizados; en 1908 sumaban el 82,2% y si bien la cifra que mide este acontecimiento se reduce a 79,3 % en 1914, ya en 1930 supera al 90%.

Desde luego las cifras del cuadro que precede indican que cumplidos los dos períodos precedentes en los cuales el ganadero argentino había prestado atención sucesivamente en forma casi exclusiva a la lana primero ya la carne luego, la orientación que sigue a partir del momento en que el vacuno comienza a ejercer su predominio en el frigorífico, es a la cría de razas productoras de buena calidad de carne a la vez que de buena calidad de lana. Así la raza merina que en el censo de 1914 no puede hacerse discriminación alguna con respecto al censo de 1908 a causa de la parcialidad del relevamiento practicado figura con el 15,2 %, se eleva en el de 1930 al 29,8%. Esta raza, el merino argentino, tiene por antecedentes los afamados marinos alemanes, los Electorales y Negrettes, importados hacia 1813; y por cuyo intermedio fueron mejoradas las majadas hasta poco después de 1860. Comienza luego la importación del Rambouillet, más robusto, de mayor res; esta raza adquirió inmediata difusión, y posteriormente a 1880, a causa del proceso de mestización, comenzó a designarse con el nombre de merino argentino; produce lana fina y ofrece un buen rendimiento de carne. El censo de 1930 había localizado trece millones de cabezas de esta raza, 8 millones en la Patagonia y 5 en la zona cereal, de los cuales la mitad en la provincia de Buenos Aires. Las razas Romney March y Corriedále, que son ambas productoras de buena lana y buena carne, pasaron entre 1914 y 1930 la primera, desde 6,3 % hasta 17 % y la segunda, a representar el 8,5 %. En cuanto a la raza Lincoln que en 1914 era el 47,8%del total, pasó en 1930 al 32,6%; sus aptitudes como productora de carne y lana son elevadas pero su cría requiere campos ricos y un clima poco riguroso; de ahí que su zona se desarrolle preferentemente en la provincia de Buenos Aires y en La Pampa. El censo de 1930 acordaba a Buenos Aires casi 11 millones de cabezas o sea el 78% de la existencia total de esta provincia. Sin que ella sea objeto de rechazo ni de eliminación, lo exacto es que el número de cabezas que traduce su gravitación en la existencia de ovinos se reduce en la misma proporción en que la provincia de Buenos Aires tiende a limitar las ovejas que crían en sus praderas. El censo posterior al últimamente mencionado, el de 1937, indica que estas características se han acentuado: en líneas generales se puede expresar que como resultado de todo el período que arranca en 1900 y termina en 1930 los ovinos productores de lana exclusivamente representan el 6,7%, los de carne exclusivamente el 1,2% y los de carne y lana el 84 %; entre estos últimos el Lincoln había retrogradado en 1937 en cifras relativas al 29% en tanto que el Merino, sumados argentino y australiano, es ahora el 34,3% y el Corriedale 13,7.

Las cifras que miden el consumo interno de carne oscilan en la proporción en que ella es absorbida por el mercado exterior. A principios del siglo el consumo de carne vacuna se hallaba en la proporción del 40% de las reses faenadas con destino al exterior y el restante 60% al consumo interno. Esas proporciones se mantuvieron aproximadamente hasta 1914; durante el conflicto, los reclamos de carne argentina llevaron la cifra destinada al consumo externo hasta su máximo de 61,4%en 1918; correlativamente el consumo interior se vio permanentemente reducido hasta el mínimo de 38,6% en ese mismo año. Realizada la desmovilización, la demanda cayó bruscamente hasta el 35,4% que media en 1922 y de nuevo el consumo interno retomó y aun superó las cifras relativas que lo medían hasta llegar al 64,6 % en 1922. Entre 1923 y 1927 el consumo externo aumentó su demanda, lo que mantuvo las cifras de la exportación entre el 42 y el 44 % y por lo tanto las del consumo local se situaron entre el 55 y el 60%. A partir de aquel año, el preludio de la crisis y la crisis misma llevaron las cifras de la exportación a expresiones no registradas antes, lo que indica que el consumo interior resultó favorecido por una abundante producción. Es presumible que dentro de su relatividad las cifras mencionadas aluden a un volumen de carne permanentemente creciente. Los primeros años de los 1900, las reses vacunas faenadas para atender ambas solicitaciones no excedían de los 2 millones; pasaban de 3 millones en 1912 y de 4 en 1917; hay un paréntesis que señala todavía menos de 4 millones en las proximidades de 1920; a partir de ahí pasa de 6 millones en 1923: de 7 en 1924, para situarse hacia el fin de esa década en 6 y medio millones de cabezas.

El consumo de ovinos no logró imponerse en la Argentina sino cuando el grado de mestización estuvo suficientemente avanzado; a fines de los 1890, en cifras relativas, la exportación absorbía el 70% y dejaba el 30 restante al consumo interior. Las mismas proporciones recíprocas que se advierte en los consumos de carne vacuna, se advierten también en los de carne ovina. En ambas es el mercado exterior el que regula la demanda interna, característica que, por otra parte, señala el tipo de producción propia de los países dependientes. La única riqueza de la Argentina con la cual podía adquirir los objetos necesarios y que no se producían aquí, eran la carne y sus derivados, la lana, los cereales, etc. Lograba mayor cantidad de objetos manufacturados cuanto mayor cantidad de su producción alcanza a colocar.

La creciente necesidad de aquellos objetos imponía la enajenación de volúmenes cada vez más elevados o de materia prima gradualmente más valiosa; lo primero lo obtenía extendiendo las áreas bajo cultivo, y lo segundo mejorando la calidad de sus rodeos; en la misma medida en que el intercambio así concebido se tradujera en un saldo positivo, podía el país realizar la acumulación necesaria para pasar a la etapa manufacturera; ella le permitiría prescindir de numerosos objetos fabricados en el exterior y desde luego valorizar, mediante una transformación previa, parte de los que destinaba a ese consumo. Es prudente reconocer que no puso el mismo empeño en esto último que en aquello; la mentalidad agropecuaria que es característica de los países en cuya economía existe una ancha base latifundista, no se adapta fácilmente a la inversión ni a la iniciativa destinada a cubrir otros rubros que los meramente vinculados a la tierra. La influencia del comercio exterior contribuye sin duda a acentuar esa modalidad. El comprador extranjero puede condicionar la adquisición de materia prima a la provisión de artículos manufacturados. El desenvolvimiento de las labores necesarias para obtener los productos de la tierra al impulsar la vida económica en el campo, desarrolla y amplía el mercado de mano de obra. Llegado el volumen de esta última a un cierto grado de saturación, el capital extranjero puede arribar bajo la forma del establecimiento manufacturero; atraer la mano de obra hacia las ciudades y extender el mercado interior al incorporar al campesino en su doble aspecto de consumidor y de productor. Pero si ese fenómeno se cumple como consecuencia de un desarrollo interno ineludible, no sólo la plusvalía queda en el país y contribuye a afianzar su economía, sino que el surgimiento de la manufactura responde a necesidades reales y tiende por lo general a adaptarse a ellas trascendiendo al exterior desde el momento en que esas necesidades se hallan cubiertas.

La absorción de carne ovina por el mercado exterior, que al comienzo de la guerra se aproximaba al 70% de la faena, descendió durante su transcurso hasta tocar el punto mínimo en 1920: consecuentemente el consumo interno se acrecienta hasta llegar ese año a su máximo absoluto. Los años posteriores ven aumentar los embarques hasta lograr durante la década de los 1920, puntos situados entre el 75 y el 80%; en esa misma época la cuota destinada al consumo local descendió hasta sus mínimos absolutos. Considerados estos hechos a través de las cifras absolutas, se debe expresar que la faena total que comienza con poco más de 2 millones de cabezas hacia 1900 crece hasta 6 y medio millones hacia fines de 1930.