La segunda guerra de carnes terminó en 1915 con una nueva distribución de cuotas: al grupo norteamericano se le asignó el 58,5 % de los embarques; al grupo británico, el 29,64 %; y al argentino, el 11,86 %. El desarrollo de esta guerra y su desenlace —la fijación de cuotas a los distintos grupos— resultó sumamente perjudicial para el país, pese a la euforia expresada por ciertos sectores a través de sus representantes.
Si bien en el debate de 1913 la mayoría de los oradores sostuvo que la única salida favorable para productores y consumidores era operar en sus propios establecimientos, creando las unidades necesarias para absorber la producción, la consecuencia inmediata de la guerra de carnes fue la reducción de la participación del capital argentino del 18,50 % al 11,86 %. Las cifras absolutas revelan con mayor claridad la magnitud del retroceso: en 1905 los frigoríficos argentinos producían 607 mil cuartos; en 1912, al comenzar a regir el primer acuerdo, bajaron a 480 mil; y en 1915, primer año del segundo acuerdo, se redujeron a apenas 60 mil.
El Estado pudo haber intervenido inclinando la balanza en favor de los intereses nacionales, sobre todo tratándose de una industria que había sido protegida históricamente. Como señaló Zeballos, el país sostuvo durante siglos un ejército para resguardar los campos ganaderos, lo cual constituía una forma de protección mucho más costosa que los subsidios otorgados a otras industrias. Sin embargo, pese a la conciencia generalizada sobre los riesgos del trust de la carne, tanto en el Congreso como en la prensa, se optó por la inacción. El gobierno, incluso tras la sugerencia de la embajada británica de impedir el monopolio de las carnes refrigeradas, respondió que no correspondía dictar restricciones a la libertad de comercio garantizada por la Constitución.
Lo cierto es que los ganaderos argentinos habían obtenido beneficios coyunturales durante ambos períodos de la guerra de carnes, y su optimismo se sostenía en los altos precios internacionales. El ingreso del capital norteamericano, materializado en sociedades anónimas registradas en el país entre 1910 y 1920, consolidó esta tendencia. En total fueron 26 empresas que abarcaban actividades tan diversas como automóviles, petróleo, bancos, seguros y frigoríficos, con una inversión de 300 millones de pesos.

Las cuotas fijadas en 1915 se mantuvieron hasta 1925. Durante esos años se completó la expansión de los establecimientos frigoríficos, que ya ocupaban todo el frente fluvial marítimo. El grupo norteamericano dominaba la producción patagónica y contaba con grandes plantas en La Plata, Avellaneda y Rosario, mientras que el grupo británico se fortaleció con la inauguración del Dock Sud. La ruptura de 1925 se debió al inicio de actividades de Swift Rosario y a la inminente entrada en funcionamiento del Dock Sud. La competencia entre ambos grupos se extendía a múltiples sectores, y aunque los británicos cedieron parte de su capacidad transformadora, compensaban la pérdida con el monopolio del transporte marítimo.
La recomposición del acuerdo en 1927 fijó las cuotas en 60,901 % para el grupo norteamericano, 29,099 % para el británico y 10 % para el argentino. Aunque el retroceso del capital nacional fue evidente, todo el volumen de exportación continuaba dependiendo de los vagones y barcos vinculados al capital británico.
En cuanto al tipo de carnes, hasta 1929 la exportación mostró una clara diferenciación entre congelado y refrigerado. El congelado creció hasta 1918, cuando alcanzó su punto máximo, y luego descendió. El enfriado, en cambio, iniciado en 1908 con los frigoríficos La Blanca y Wilson, se expandió con mayor fuerza tras la Primera Guerra Mundial. La campaña submarina había limitado su desarrollo en 1917-18, ya que requería condiciones de transporte seguras. Finalizado el conflicto, el congelado perdió protagonismo mientras el refrigerado ascendió y se consolidó como el método dominante en el comercio exterior argentino.